Sorbete de corcheas de la abuela

A todos los que en épocas de crisis,
pasadas y presentes,
 se las ingenian para poner cada día
un plato de comida en la mesa.



Mi abuela, como todas las abuelas, hacía unos guisos maravillosos. Acostumbrada a sortear épocas escasas, su cocina se basaba en pobres y originales recursos. De ella aprendí a hacer este sorbete de corcheas que inventó o, mejor dicho, descubrió en uno de aquellos días de sopas de ajo y pan duro.

Desde niña, mi abuela era amiga de cantar mientras trajinaba en la cocina. Decía que así no le hacía llorar la cebolla, pero cantar tenía un inconveniente: todo quedaba lleno de corcheas, esas molestas notas musicales que, como sabéis, se van prendiendo en las alacenas y se esconden entre los paños, y cuando quieres limpiarlas... ¡Ay de ti! Risueñas como son, van de un sitio a otro sin que nadie las pueda cazar, hasta que terminan por cansarse de tomarte el pelo y salen por la ventana para dar la murga a otro inocente.

Un día, mientras hacía agua de limón para una celebración, vio cómo una corchea golosa se iba relamiendo al acercarse al azúcar. Y qué os voy a contar de lo preciado que podía llegar a ser el azúcar en aquellos años. Mi abuela no podía consentir que la nota mojara siquiera la punta de su corchete. Así que la miró, se concentró, e intentó atraparla. Pero lo que consiguió fue un forcejeo que acabó con la corchea haciendo equilibrios en el borde de la jarra y, justo cuando la iba a pescar con un trapo, la corchea cayó dentro. Entonces mi abuela descubrió que las notas son efervescentes, al ver que el agua de limón parecía gaseosa. Lo probó y sabía a risa y alegría.

Desde entonces siempre echaba un puñadito de corcheas en su refresco. Enteras, eso sí, que si las troceas se convierten en semicorcheas o fusas, hacen más burbujas y la bebida se vuelve indigesta.

Cuando llegaron mejores años, mi abuela enriqueció esta sencilla receta de la siguiente manera:

Cocía el agua con una ramita de canela y mucho azúcar. Al templarse, le añadía el zumo de limón y un poco de su cáscara rallada. Lo metía en la nevera y, cuando estaba bien frío, le añadía dos claras batidas a punto de nieve y las corcheas al gusto. Lo servía con una pizca de canela molida o hierbabuena picada.
Mi abuela ofrecía este sorbete siempre que había que dar alguna mala noticia, ya que la alegría de las corcheas es contagiosa.
En Renacuajos, ranas y algún que otro príncipe azul. Editorial Grupo Búho. 2008

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