El alacrán

Cuando llegó a la orilla, olía a sal y a mañana. Estaba chorreando y tenía el cuerpo revuelto, pero había merecido la pena. Las gaviotas señoreaban en la playa, picando aquí y allá. Eso le hizo pensar en su bolsa, ¿dónde estaba? No quería que las gaviotas la destrozasen, en esa bolsa de basura guardaba sus más preciadas pertenencias. Había cargado con ella durante toda la travesía. La abrazó muy fuerte contra el ímpetu del mar, pero las últimas olas se la llevaron antes de alcanzar la arena.

Agudizó la vista y la descubrió semioculta entre un par de rocas. Poquito a poco, con el cuerpo dolorido, se levantó y se dirigió hacia ella para cogerla. Fue entonces cuando vio el alacrán. Aguardaba indefenso debajo de la bolsa de basura. Mierda. Sólo faltaba esto. Después de los vómitos y del frío, sólo faltaba que lo picase.
Cogió una piedra para matarlo. Mientras, escuchaba las olas. Cada vibración del mar le regalaba un recuerdo de lo vivido anoche. Esa ola traía el eterno desarraigo de Ahmed. Aquella llevaba la imagen de Amina cobijando un bebé del violento arrullo del mar. Pero aquello no importaba. El alacrán seguía ahí. De pronto el bicho atisbó el peligro y echó a correr para refugiarse en la bolsa de basura. En su bolsa de basura. Así que levantó la piedra y, con un gesto de asco, lo machacó. Y lo olvidó.

Después abrió la bolsa. Cogió la ropa que llevaba, se secó y se vistió, no sin antes revisar la carísima y diminuta cámara de video. Estaba seca, bien envuelta entre la funda y los innumerables plásticos acolchados. No había sufrido daño alguno. Más tarde les daría en los morros a esos memos comprometidos de la redacción. Podían seguir dedicando su tiempo a informar, a intentar comprenderlos, a ser su voz en tierra extraña... que siguieran así. Mientras, su reportaje sobre pateras sería un éxito. 

En Renacuajos, ranas y algún que otro príncipe azul. Editorial Grupo Búho. 2008

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